Aquí os ponemos un cuento de Carnaval que trabajamos en clase.
De este cuento sacamos la conclusión que a veces, aunque nos propongan un plan alternativo al que nosotros queríamos hacer, nos podemos divertir muchísimo.
EL DESVÁN DE LA ABUELA
La primera vez que Celia
subió al desván de la abuela era carnaval. Habían ido al pueblo justo aquel fin
de semana, y Celia estaba enfadada porque, por culpa de aquel viaje, se había
perdido la fiesta del cole.
Por eso, se pasó
enfurruñada toda la tarde de viernes y parte del sábado. Menos mal, que a la
hora de la comida llegaron los tíos con su prima Teresa, que era un año mayor
que ella.
– ¿Qué te pasa? –
preguntó su prima al verla tan disgustada.
Celia le contó que se
había perdido la fiesta de carnaval del colegio, que iban a ir todos sus
amigos, que hasta tenían disfraz y que ella… ¡con lo que le gustaba
disfrazarse!
Teresa se acercó a ella y
cubriéndose la boca con la mano para que nadie la escuchara le susurro:
– Después de comer,
cuando duerman la siesta, vamos al desván. ¡Verás como se te olvida lo del
cole!
– Pero…
– Ssssh…¡no deben
enterarse!
Claro que los mayores no
debían enterarse: los niños tenían prohibido subir al desván. Decían que las
escaleras eran peligrosas porque estaban muy viejas. Decían que nada se le
había perdido ahí a los niños, que solo había polvo, arañas, cucarachas…
Por eso a Celia nunca se
le había ocurrido contradecir aquella norma: ¿cucarachas?, ¡no, gracias! Sin
embargo aquel fin de semana estaba siendo tan aburrido que una pequeña aventura
no le vendría mal.
El desván estaba oscuro y
olía a polvo. Teresa abrió una de las ventanas y el sol iluminó la habitación.
Estaba llena de trastos, de cajas de cartón, antiguas camas, sillas con patas
rotas, maletas de piel gastada.
Y un enorme baúl.
Era un baúl precioso de
madera oscura. Tenían remates dorados en las esquinas y una inscripción con las
iniciales de la abuela. Teresa y Celia lo abrieron con curiosidad y no pudieron
reprimir una carcajada de felicidad cuando vieron lo que había dentro.
– ¿Pero de quién es esta
ropa?
– Es de nuestras madres,
de cuando eran jóvenes.
– ¿En serio? ¡Pero es
feísimo!
– ¡Qué dices! Mira que
bien me sienta…
Teresa se había puesto
una estrafalaria chaqueta rosa chicle y unas enormes gafas de sol y se paseaba
coqueta por el desván.
– ¡Es horrorosa! ¿De
verdad se ponían esto?
– Claro. Era la moda.
Todo el mundo iba así. Venga, anímate. ¡Ponte algo!
Celia escogió un vestido
rojo con volantes. Luego lo cambió por una falda amarilla y una chaqueta negra.
Y por un vestido de lana. Y por una camisa de cuadros. Y por unos pantalones
anchos. Y por una gabardina gris. Aquel baúl no tenía fin.
Teresa y Celia estaban
tan entretenidas probándose ropa, disfrazándose de ejecutivas exitosas, o de
escritoras bohemias, o de estrellas de cine, que ni siquiera se dieron cuenta
de que sus madres habían subido al desván.
Cuando las niñas las
vieron se asustaron pensando que iban a regañarlas. Pero nada de eso ocurrió.
Ambas se acercaron al baúl y empezaron a sacar ropa, a probársela, a mirarse en
el viejo espejo de la pared.
– No me puedo creer que
este vestido siga aquí – exclamó sorprendida la madre de Teresa.
– ¡Esta era mi chaqueta
favorita!
– ¡Pero si era mía!
– ¿Qué dices? Esta me la
compré yo cuando me fui de viaje a…
Teresa y Celia miraron a
sus madres divertidas. Parecía como si ellas también se hubieran vuelto niñas
de repente. Fue así como las cuatro pasaron la tarde probándose ropa antigua,
contando historias de cuando eran jóvenes, haciéndose fotos…
Tal vez la fiesta del cole había sido buena. Pero Celia supo, mirando a
su madre y a su tía riéndose como niñas, que aquella fiesta improvisada de
carnaval no la cambiaría por nada del mundo.